domingo, 23 de diciembre de 2018

GUIÑOS NAVIDEÑOS (IV)



¿FELICES FIESTAS?

 UNICEF

 Como cada treinta y uno de diciembre, mi familia y yo nos reuniremos frente al televisor de pantalla de plasma de 50” (pulgadas), con funciones Ultra Luminance y Local Dimming, para mejorar el brillo y el contraste, y, acompañados de los reiterados conductores que nos llevarán hacia las campanadas, recibiremos el nuevo año.
 La familia Márquez repetirá, como cada Nochevieja, la misma escena, las mismas bromas e incluso las mismas discusiones alrededor de los turrones, las uvas y el cava, productos estos, que la empresa de José Luis, mi marido, obsequia en la cesta de Navidad.          Año tras año se repite la misma historia. Mi suegra, comiendo y bebiendo hasta reventar aunque ella asegura que tiene perdido el apetito, pero es Nochevieja, y hace un esfuerzo. Mi cuñada Mamen, la hermana de José Luis, con sus mismas conversaciones “interesantes y trascendentes” acerca de las marcas de cremas y potingues que usa para su cuerpo. Los niños, destrozándome la casa. Ricardo, mi cuñado, con su cara de aburrido resignado que, desde las nueve de la noche  hasta las cinco de la mañana, permanece sentado en el mismo lugar y con el mismo gesto. José Luis, mi marido, baste con decir que es la Navidad personificada, y yo, con mi síndrome antinavideño, que si me coincide en los días previos a la menstruación, que tiemblen los pastorcitos del portal de Belén pues no me aguanto ni a mí misma.
Reconozco que los cambios hormonales son una gran excusa que tenemos las mujeres para justificar nuestro malhumor, pero lo que siento en estas fiestas nada tiene que ver con esto. José Luis piensa que sí y me disculpa de esta manera ante su familia.
Siempre he odiado la Navidad, el espíritu navideño y todo lo que se mueve alrededor. Y no es por ninguna razón en concreto, ni siquiera porque me recuerde la ausencia de mis familiares fallecidos. No, simplemente que no soporto esa “merenguería”. Nunca he entendido que se pudiese organizar tanto por la celebración de un cumpleaños, porque en realidad, lo que se celebra en Navidad, no es ni más ni menos que un cumpleaños. Creo que el Niño Jesús en vez de una cena tan suculenta, con una merienda-cena, tarta incluida, se hubiese conformado.
Si organizáramos la Navidad como un cumpleaños más, nos evitaríamos muchos disgustos pues las familias como muy tarde, a las nueve de la noche volverían a sus respectivos hogares, pero desgraciadamente, no es así.
Desde el veintiuno de diciembre hasta el siete de enero, me gustaría desaparecer o ser musulmana, o vivir en Marruecos, aunque claro, cuando comenzase el Ramadán seguro que preferiría ser cristiana. ¡Cómo soportar un mes de Ramadán ayunando hasta el anochecer y sin poder probar alcohol!
 Llegadas estas fechas, tampoco me importaría ser budista o vivir en Nepal. Los budistas también conmemoran el nacimiento de Buda, ni que decir tiene, que de una forma muy diferente a la nuestra.
En una ocasión que visité Nepal  coincidí  durante esas fiestas en Patan, una ciudad preciosa y monumental de ese país, donde se realiza un festival colorista con ritos, ofrendas, música y danzas por el centro de sus calles. Me pareció un espectáculo mágico y maravilloso aunque supongo, que si yo fuera budista y tuviera que celebrarlo cada año y por obligación, me cansaría igual que la Navidad. De todas formas, no imagino a ningún budista tan rebelde como yo.  Pero Oriente no piensa, ni siente, como Occidente.
 A veces me pregunto cómo sería la Navidad si a la Iglesia Primitiva, no se le hubiera ocurrido absorber la fiesta pagana del solsticio de invierno, donde los campesinos romanos rendían homenaje a Saturno, el dios de la agricultura, al término de la recolección de sus cosechas. ¿Y si hubiera elegido el solsticio de verano? ¿Se conmemoraría la Nochebuena el 24 de junio? ¿Se puede alguien imaginar a todas las familias encerradas en casa, con el aire acondicionado enchufado a la máxima potencia?  Sólo de pensarlo siento calor. ¿Y qué pasaría con esas cenas ricas en calorías y proteínas acompañadas de esos licores de alta graduación?
Pero lo que más detesto de estas reuniones familiares,  es contemplar a ese perfecto trío que forman mi marido, su madre y su hermana. Si en el Parlamento se pudiera reivindicar “el trío de hecho” mi familia política lo haría. Cuando los observo, pienso:  ¿por qué no se casó José Luis con su madre o con su hermana o los tres juntos?. Aunque lo que realmente me pregunto,  ¿cómo me casé yo con un hombre que coloca el Belén en Noviembre y disfruta y celebra tanto esa fiesta?
 Creo que  Cupido no tira la flecha al corazón, sino justo a los ojos y te deja ciega. Cuando conocí a José Luis le encantaba quitarse de en medio en Navidades y  viajábamos al extranjero o simplemente alquilábamos una casita en la sierra que nos hacía desconectar. No tengo conciencia de que le gustase tanto estas fiestas, pero claro, la mencionada flecha con el paso del tiempo, si no la cuidas, se deteriora, se cae y un buen día, recuperas la vista. Sería la mujer más feliz del mundo con tan sólo viajar hasta el Algarve portugués, por ejemplo y pasar unos días allí.  La Navidad fuera de casa y del entorno familiar la percibo de una manera más positiva. Aunque signifique lo mismo prefiero leer  “¡Bon Ano Novo!” que “¡Feliz Año Nuevo!”
Mi familia política incentiva a mi marido regalándole e intercambiándole figuritas del Belén y adornos navideños así que, no es de extrañar que se diviertan tanto.  Ellos ríen, se besan, bailan.,, En cambio, Ricardo y yo, nos quedamos contemplando el panorama.
Claro que José Luis, dice que yo lo que tengo son celos porque no tengo arraigo familiar. Para él, los componentes de mi familia son como los Simpsons, pero de carne y hueso.
Tengo que reconocer que algo de cierto hay. Mi familia es la de los encuentros sociales. Tan sólo si alguien se muere, se casa o se bautiza,  se reúne. No nos felicitamos en los cumpleaños, santos etc.; ni nos besamos ni abrazamos. Aunque cuando mis padres vivían parecíamos una familia más convencional. Admito que somos un tanto especiales.
Recuerdo alguna que otra Nochebuena que nos hemos reunido, y ha sido un auténtico desastre. Un año se me ocurrió “la feliz idea” de reunir a mis padres, mis hermanos, junto con mis suegros, mis cuñados y todos sus respectivos, incluidos niños. Pretendía librarme de una de las dos cenas navideñas y “matar dos pájaros de un tiro”, pero nunca mejor dicho, “me salió el tiro por la culata”.
Convencí a José Luis  para convocar a todos los miembros de la familia el veinticuatro de diciembre y así, el treinta y uno estaríamos los dos solos y podríamos tener una íntima y placentera Nochevieja. El resultado fue que estuvimos una semana sin hablarnos, él durmiendo en el sofá y yo sola en la cama.
Los padres de José Luis tenían por aquel entonces una segunda vivienda en una urbanización a las afueras de la ciudad. Era una casa enorme con seis dormitorios, una buhardilla y dos salones perfectamente equipados, el lugar ideal para reunirnos las dos familias, sin necesidad de volver a altas horas de la madrugada y circular con alguna copa de más. Así que todos accedieron convencidos de que podría ser una buena idea.
Aquel año pude comprobar con mis propios ojos que es cierto lo que dicen acerca de los bomberos sobre  sus grandes cualidades físicas, o sea, que están bastante “buenorros”. ¡Que nadie piense que me pasé la Nochebuena ligando con un bombero!, ¡eso me hubiese gustado a mí…!, ¡nooo!, simplemente que mi sobrina Marta, la hija menor de mi hermano Javier, mientras todos estábamos en el jardín contemplando los fuegos artificiales, cerró la puerta blindada de casa de mis suegros.
Por supuesto, las llaves de la casa, junto con la de los coches, los abrigos, la cena, etc., quedaron dentro escuchando el Mensaje de Navidad del Rey Juan Carlos. Supongo que el monarca no se extrañó de que no lo escucháramos un año más, y no es porque seamos republicanos. Simplemente,  a la hora en que se dirige  el monarca a los españoles, es poco apropiada:  justo cuando estamos todos apiñados en la cocina preparando los canapés.
Tuvimos que refugiarnos en casa de los vecinos de al lado,  esperar a que vinieran los bomberos y nos abrieran la puerta.  Los vecinos de mis suegros, la familia Villareal, son unos pijos insufribles, pero gracias al espíritu navideño y a que el Niño Jesús nacía justo esa noche, nos hicieron pasar a la cocina con los camareros y cocineros del catering que habían contratado.
Nunca he tenido una sensación más parecida a la de ser inmigrante o refugiada de guerra. Mientras ellos y sus invitados tomaban una copiosa y glamurosa cena, nosotros, las mujeres, los ancianos y los niños nos conformábamos con unos cuantos canapés fríos, patatas fritas, aceitunas y refrescos. Aquella situación no hubiese sido tan horrible si mi suegra no hubiera estado todo el tiempo lamentándose y llorando por su puerta blindada. Sin embargo, mis padres y yo, nos partíamos de la risa precisamente por la situación. A partir de entonces, decidí no tener ideas felices y no mezclar familias, y menos, fuera de casa.
Pero verdaderamente, yo no percibo bien estas fiestas, hasta que los vecinos del segundo derecha llaman a la puerta con la botella de cava,  gorrito y matasuegras en boca y nos invaden el salón. Es en ese momento, cuando la noche llega a su clímax y yo desearía tener poderes mágicos y desaparecer. No es nada personal, no son mala gente porque realmente, malos, malos, hay muy pocos en el mundo, pero en la vida no todo consiste en ser buenas o malas gentes.
Nos pasamos todo el año soportando sus movimientos bruscos de muebles, la música estridente de sus hijos adolescentes y los ensayos con el Karaoke de su hija de siete años que se prepara para ir el primer  programa de cualquier  canal de TV, donde los pequeños se disfracen  de mayores y aprendan ya a competir para ser los mejores. Sí, mis vecinos tienen una hija artista, una pequeña monstruo repelente, pero es artista, y yo no tengo nada en contra de la pequeña de los Martínez-Espejo, porque además, ella es una víctima de sus mayores, pero a mi pequeño Pablito me lo tienen totalmente traumatizado. Mi hijo con siete años de edad, no puede entender como su amiguita vaya a salir en la tele, canta tan bien y le hacen tantos regalos. ¿Y cómo le explicas a un niño de esa edad que la naturaleza reparte los dones y habilidades como le da la gana? Para su desgracia, el pobre mío, ha heredado el nefasto oído de su padre y es igual de patoso que su madre.
La pequeña Pantoja, como todos la llaman en el barrio, cada entrada de año nos deleita con sus canciones y sus bailes  y todos aplaudimos y coreamos a Vanesa, que así se llama. ¿Qué se podría esperar de una niña que tiene un padre poeta, una madre bailaora de flamenco y unos hermanos que también tocan en un grupo pop?
A pesar de todo, y a partir de ese momento, empiezo a encontrarme mejor, no sólo porque el efecto del alcohol, mi más fiel aliado navideño,  empieza a entrar en acción, sino porque tan sólo quedan cinco días para que esta pesadilla termine. Pero no cantemos victoria porque todavía quedan los Reyes Magos, aunque tengo que confesar  que  algo de ilusión me queda.
Los Reyes Magos, la primera decepción en la vida de un niño. Cuando me enteré de aquello me enfadé muchísimo con mis padres, me sentí engañada y entonces comprendí que no debía fiarme de nadie. Pero esos son recuerdos que quedan del pasado, el presente es aún peor.
Aunque España es un país de tradiciones y mi familia también, cada vez se impone más la costumbre de regalar como lo hacen los ingleses y americanos, por Papa Noel. Si no teníamos bastante con Los Magos de Oriente, se nos cuela el gordito anciano de los países del norte. No tengo nada en contra de la cultura anglosajona, pero me niego a hacer más gastos con el argumento  de que los niños tienen más tiempo para jugar, si les regalas la noche de Navidad. Además, los nuestros son magos, son tres y vienen en camellos, un medio de locomoción bastante más apropiado, teniendo en cuenta el cambio climático que está sufriendo nuestro planeta.
No sé cómo me sucede que todos los años se agota algún juguete de moda  que a mi hijo o a mi sobrino se les antoja y siempre digo lo mismo: “el año que viene hago las compras en noviembre”, pero es inútil. No hay nada más desolador que ir de hipermercado en hipermercado, chocando con una masa humana que se encuentra en la misma situación que tú, cargados de paquetes y carros repletos de alimentos como si se avecinase una crisis mundial y hubiese que almacenarlos. A medida que se llena el maletero del coche, disminuye la tarjeta de crédito, pero no importa, se escucha una música ambiental que dice así: ¡ Navidad, Navidad, dulce Navidad... 
¿Y qué decir de la lotería de Navidad? Para colmo, detesto los juegos de azar y sin embargo, todos los años caigo como una boba comprando lotería de Navidad. Odio los anuncios  que anuncian  el sorteo navideño que desde el mes de julio se anuncia en las vallas publicitarias.
 Porque el bombardeo publicitario es otra. Recuerdo aquel anuncio de turrones “El Almendro” que el ser humano más insensible del mundo, lloraba por los rincones cuando el soldado volvía a casa por Navidad. ¡Cómo manejan nuestros sentimientos!
“En estas fiestas tan señaladas” no sólo hay reuniones familiares, sino que cenamos, almorzamos, e incluso merendamos en pos de la Navidad. Algunos años he tenido hasta tres acontecimientos sociales al mismo tiempo. El almuerzo de mi empresa, la cena con los compañeros de trabajo de José Luis y la reunión de las madres de alumnos del colegio de los niños.  Se organizan comidas con los amigos, los compañeros del gimnasio, los antiguos alumnos de la carrera e incluso con la asociación de vecinos. Aunque siempre he detestado esta parafernalia cuando empecé a trabajar y no tenía niños, participaba en todos los festejos.  Siempre me he movido en un mundo de contradicciones, detesto las costumbres y normas sociales impuestas, pero disfruto con una reunión de amigos sentados en torno a una tertulia. Y gracias a esto, y a que soy amante de la buena mesa y disfruto cocinando, sobrellevo un poco mejor estas fiestas.
 Pero hace muchos años que dije NO. Alguna vez en la vida hay que aprender a decir, no. Recuerdo el último año que asistí a la comida de la empresa. Me pasé después seis horas vomitando. Independientemente de lo mal que me sentí físicamente, aquella cena navideña casi me cuesta el divorcio. Fue el año que se estrenó en España la película inglesa Full Monty y se puso de moda la secuencia tan famosa en la que los protagonistas realizan un strip-tease.
Mi jefe es un cantante frustrado. En su juventud tocaba la batería en un grupo de música pop de la época. Pertenecía a una familia acomodada que no aceptaba la afición del muchacho, así que su padre lo amenazó con desheredarlo si no se matriculaba en la universidad y estudiaba derecho. El resultado de esto, organizar un festín con él, significa acabar en un Karaoke y véase a un jefe adherido a un micrófono en mano.
Aquella noche bebí más que comí. La empresa organizó un gran banquete pero, no sé por qué, cené muy poco. Lo cierto es que en los postres nos obsequiaron con un elixir de ron cubano que estaba riquísimo y entre Rosa, la secretaria de mi jefe, y yo, acabamos con el regalo de la casa. No puedo, ni quiero recordar bien (pues sólo con pensarlo, todavía me sonrojo), cómo me encontré delante del escenario bailando la famosa música de la película de Full Monty. Toda la vida le agradeceré a mi amigo y compañero de oficina, Luis, que me sacara a tirones del escenario cuando empecé a quitarme la falda en presencia de toda la empresa. Regresé a casa con un solo zapato, sin las gafas y con el sujetador en el bolso.
¿Y cómo le explicas a tu marido que no pasó absolutamente nada? que yo recuerde ¡claro!, porque estábamos todos iguales de ¿bebidos? Si tu marido además, la bebida más fuerte que suele beber es Coca-cola light, ¿cómo va entender lo del elixir de ron?  Supongo que José Luis también le echará la culpa a Cupido, pues casarse con una mujer que le gustan casi todos los líquidos que contengan alcohol, eso tiene que ser asunto de Cupido. A partir de aquel día y en aras a la conservación de nuestra relación, se acabó lo único divertido que me sucedía en Navidad.
En fin, aquí estoy un año más, atragantándose con las uvas, en el mismo lugar y con las mismas personas, que no son ni mejores ni peores que el resto de los humanos, y aunque algunos ya no están, esto no me entristece, pues para mí, hoy, no es ningún día especial. A los míos, a  los que faltan, los recuerdo cada día sin esperar a que llegue la Navidad.
 Este año no voy hacer ningún propósito imposible de cumplir. Todos los años me propongo dejar de fumar, hacer deporte y adelgazar y siempre deseo que todo continúe igual. Esta entrada de año, voy a ser un poco ambiciosa y, como dicen los sudamericanos, este año pediré “que me vaya bonito”.
¡Bon Novo Año!

                                  Lola Rodríguez

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