En el "Día de Andalucía", me gustaría recomendar el libro de Juan Eslava Galán, Viaje por el Guadalquivir y su historia, en el que nos invita a realizar un viaje extraordinario por nuestro río grande y los acontecimientos que, durante tres milenios, han ido sucediendo en sus cercanías.
"Los lectores y amigos que me siguen habrán notado que mis intereses dominantes son la historia, especialmente la de la gente corriente que no parece hacer historia; la arqueología, en su capacidad de iluminar la vida de esa gente corriente, y el misterio en su más amplia acepción, que abarca desde las creencias de la Humanidad (religión, mitos) hasta la sima insondable que es el alma humana, nunca suficientemente explicada. Quizá leemos o escribimos para conocernos o comprendernos, no lo sé..."
(Juan Eslava Galán)
CAPÍTULO 1
QUE TRATA DEL DESCUBRIMIENTO DEL GUADALQUIVIR
Hace algunos años asistí a una charla sobre los descubrimientos de miembros de la Royal Geographical Society en África. Por los labios del erudito conferenciante desfilaban lagos, ríos, montañas, cordilleras, desiertos descubiertos por este o aquel explorador en tal año y en tales circunstancias. No le quedó un rincón del continente africano por descubrir. En el turno del público un estudiante negro, o subsahariano como ahora se dice, levantó la mano y dijo:
—Quisiera precisar, en el mismo orden de cosas, que mi bisabuelo Mnomgo descubrió el puente de Londres en 1896.
En la intervención del bantú había, como se ve, una crítica a la tradición eurocéntrica de la Historia, la misma que nos permite afirmar que Colón descubrió América el 12 de octubre de 1492 y Vasco Núñez de Balboa el Océano Pacífico el 25 de septiembre de 1513.
Incidiendo en el mismo pecado eurocéntrico, del que, a nuestro juicio, no hay por qué arrepentirse, nos preguntamos:
¿cuándo y quién descubrió el Guadalquivir?
Al igual que América y que el océano Pacífico, el Guadalquivir
existía desde la formación de la Tierra o, si queremos ser
precisos, desde que se creó la depresión bética en el Neógeno
(entre fines del periodo terciario y a lo largo del cuaternario).
Al igual que América y que el Pacífico, las riberas del Guadalquivir
estaban pobladas por indígenas más o menos felices,
pero ¿quién y cuándo colocó en la Historia al río grande (يداولا
ريبكلا al-wādi al-kabīr)?
Dicho de otro modo, ¿quién lo mencionó por primera vez
y legó el conocimiento de su existencia a las generaciones posteriores,
a nosotros, a usted que lee y a este que escribe?
No tenemos una fecha ni un nombre a los que podamos
acudir con absoluta certeza, pero seguramente no andamos muy
alejados de la verdad si decimos que al Guadalquivir debieron
descubrirlo los fenicios en torno al año 1000 antes de nuestra
era, quizá en competencia con los micénicos.
Fenicios fueron, en efecto, los primeros exploradores históricos
que llegaron al sur de Andalucía, y como venían en
busca de metales y eran excelentes navegantes hay que concluir
que remontarían el Guadalquivir, que es un río además
de navegable de raíces argénteas, o dicho más llanamente, que
en su nacimiento abunda la plata (y otros metales). No obstante,
con ser los inventores del alfabeto, los fenicios no dejaron
ningún testimonio de ese descubrimiento que haya llegado hasta nosotros (los romanos destruyeron casi todo lo que les
olía a púnico).
Las primeras noticias históricas de la existencia del Guadalquivir
corresponden a sus competidores los griegos, que unos
tres siglos después se apropiaron del mérito de haber descubierto
aquellas tierras.
Cuenta el historiador Heródoto que un mercader jonio llamado
Coleo de Samos, que hacía la ruta entre Grecia y Egipto,
se vio sorprendido por una borrasca. Durante seis días con sus
noches la frágil nave estuvo a merced de los vientos afeliotas.
Cuando la tormenta amainó, Coleo descubrió con asombro que
habían rebasado las Columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar),
las dos montañas que señalaban los confines del mundo.
Acabamos de decir que los fenicios precedieron a los griegos
en la exploración de estos confines. Seguramente ellos erigieron
un templo a su dios Melkart en el estrecho de Gibraltar,
en el que realizaban sacrificios propiciatorios para asegurarse
una feliz navegación. Los dos pilares de bronce, de unos ocho
metros de altura, que solían franquear la entrada de los templos
fenicios (por influencia de los pilonos de los templos egipcios),son las que más tarde darían lugar a la denominación «Columnas
de Melkart» que los griegos transformaron en «Columnas
de Hércules».
Las Columnas de Hércules eran Calpe (actual Gibraltar) y
Abila (actual monte Musa, en Marruecos). Los griegos creían que África y Europa habían estado unidas por una cordillera
hasta que su héroe Hércules, famoso por su fuerza y por sus trabajos,
separó estas montañas permitiendo que las aguas del océano
irrumpieran en la cuenca que hoy conocemos como mar
Mediterráneo (Pomponio Mela, Corografía, 15, 27). Como casi
siempre, el mito y la poesía se adelantan a la ciencia porque, en
efecto, «en su formación, el valle del Guadalquivir es un territorio
liberado tectónicamente de África, regalo de las fuerzas
telúricas a Europa».
¿Qué había venido a hacer Hércules en este confín del
mundo?
Hércules, temprano practicante de la violencia de género,
había asesinado en un pronto a su esposa, a dos de sus hijos y a
dos sobrinos. Cinco muertos en una tacada. Como penitencia
por tan horrible crimen, la sibila de Delfos, una adivina a la que
los griegos acudían para conocer el futuro y la voluntad de los
dioses, lo condenó a realizar los doce trabajos que le encomendara
Euristeo, su peor enemigo.
Hércules peregrinó al ignoto Occidente para realizar dos de
esos trabajos: robar los bueyes de Gerión y sustraer las manzanas
doradas del Jardín de las Hespérides, que aseguraban la inmortalidad
a su poseedor. Dos empresas nada fáciles porque Gerión
era un gigante con tres cuerpos que resultó complicado de matar
y las manzanas estaban vigiladas por tres ninfas celosas y un
diligente dragón.
Regresemos a Coleo de Samos, al que dejamos perplejo
frente a la costa andaluza, contemplando aquella invitadora franja
verde y arbolada, con playas de doradas arenas bajo un limpio
cielo azul. En alguna parte de aquella costa estaba el jardín de
las manzanas doradas, o sea, la inmortalidad, pero, por otra parte,
para llegar a él había que arrostrar el peligro de enfrentarse con
gigantes como Gerión y con el temible dragón que vigilaba el
huerto.
Ambicioso pero cauto, aquí tenemos a Coleo indeciso entre
regresar a su mundo cotidiano, el griego, o arriesgarse a explorar
este mundo nuevo que hasta ese momento solo existía en el
mito.
Quizá la necesidad pudo más que la tentación. Una nave tan
baqueteada por la tormenta necesitaba reparaciones, y su tripulación
agua y descanso. Coleo decidió desembarcar en la tierra
ignota.
Imaginemos una trirreme griega embarrancando en una
playa de finas arenas doradas. Para sorpresa de Coleo aquella tierra
está poblada por unos nativos hospitalarios e ingenuos que
a cambio de la pacotilla griega que lleva a bordo le llenan la bodega
de plata, cobre y estaño.
Imaginemos la escena tantas tantas veces repetida a lo largo de la
historia: el ávido mercader pregunta al indígena por la procedencia
de la preciada mercadería y el indígena le indica por se ñas un lugar tierra adentro al tiempo que pronuncia la mágica palabra: Tarteso, como suena en griego (Τάρτησσος)), o Tarshish
(תַּרְשִׁשי) como suena en el hebreo de la Biblia.8
¿Qué era Tarteso? Probablemente un reino de imprecisos
límites sucesor de las culturas megalítica y argárica florecidas en
la zona. Si ese reino se articulaba en torno al Guadalquivir, como
parece, es razonable suponer que ese fuera el nombre del río.