Carmen de Burgos (Almería, 1867 –
Madrid, 1932)
a, Isabel
Oyarzábal, Pilar Millán Astray, María de Maeztu, Carmen Baroja y Nessi, Zenobia
Camprubí, Clara Campoamor, Victoria Kent, Margarita Nelken, María Blanchard,
Elena Fortún, Concha Méndez, Maruja Mallo, Ernestina Champourcín, Carmen Conde,
Josefina de la Torre, Rosa Chacel, Mª Teresa León, Carmen Eva Nelken, María
Zambrano, Remedios Varo, etc.
Carmen
de Burgos es considerada como una de las precursoras del feminismo por su actitud vital, así como
por sus ideas reformistas, que evolucionaron desde posturas más moderadas a
posiciones más beligerantes en la defensa del divorcio, del sufragio universal,
de la supresión de algunas leyes sexistas y del fomento de la libertad de la
mujer a través de la educación y del asociacionismo.
La muerte del recuerdo
De
familia numerosa acomodada, se casó con un periodista local. Trabajó como
cajista en la imprenta que había heredado su marido hasta que se marchó a su
casa paterna, debido a la insostenible situación familiar. Instalada allí acabó
los estudios de magisterio y tras lograr el título de maestra, y las
oposiciones correspondientes.
Empieza
a combinar su tarea docente con la publicación de artículos en periódicos y
revistas madrileñas.
Desde 1903 publica artículos bajo el epígrafe “Lecturas para las mujeres” en el Diario Universal,
y se convierte en la primera mujer redactora de un periódico con columna fija.
A partir de este momento, se la conocerá por el seudónim
o Colombine,
propuesto por el director de la publicación, Augusto Fernández de Figueroa, que
tenía el propósito de que Carmen de Burgos escribiera unas líneas livianas,
dirigidas a las mujeres, que contrastarán con el tono sobrio del diario, pero
la periodista aprovechó esta circunstancia para ir introduciendo paulatinamente
temática feminista.
En
1906, recorre Europa gracias
a una beca y fruto de ese viaje surgen una serie de artículos escritos en el Heraldo de Madrid, que reunirá en la obra Por Europa (1906). Es el primer libro de viajes que publicó. Además
de los viajes, en la columna Femeninas, planteaba todo tipo de temas desde consejos para la mujer
hasta reivindicaciones sociales, feministas o antibelicistas. Gracias a este
periódico se convierte en la primera mujer corresponsal de guerra, ya que se
trasladará a Marruecos para describir de primera mano lo acontecido allí.
Su
experiencia será narrada en una de las novelas breve de la serie el “Cuento
Semanal” titulado En la guerra
(Episodios de Melilla).
Carmen
de Burgos firmó más de cuarenta títulos en colecciones similares como en la
“Novela Corta”, la “Novela Semanal”, los “Contemporáneos”, la “Novela de Hoy”,
el “Libro Popular” y la “Novela Mundial”. Los relatos le sirvieron para dar un
tinte de ficción a sus reivindicaciones feministas.
Por
otro lado, derivado de los consejos que ofrece en su columna, surgen un gran
número de manuales de uso práctico diversificados en distintos temas como el
hogar (Moderno tratado de labores, La protección y la higiene de los
niños, La mujer en el hogar), la
belleza femenina (Salud y belleza:
secretos de higiene y tocador, Tesoro de la belleza,); la cocina (La cocina moderna, La cocina práctica, ) o el diseño de cartas (Modelos de cartas, Últimos modelos de cartas.)
En 1909, publicará su primera novela larga
titulada Los inadaptados. Seguirá cultivando
este género con La rampa, Los anticuarios , Los espirituados , La mujer fantástica , Quiero vivir mi vida.
Será
nombrada profesora de la Escuela Normal Central de Madrid.
Además, ya se encontrará integrada en el ambiente literario y cultural
madrileño, donde crea su propio círculo denominado El Salón de Colombine. Esta
tertulia reunía en su casa a escritores consagrados y a jóvenes promesas, fue
la que propiciaría el acercamiento entre Carmen de Burgos y Ramón Gómez de la
Serna, los cuales tuvieron una larga relación amorosa.
La
revista Crítica sale a la luz gracias a
estos encuentros con la intención de hacerse eco de la cultura sefardí y de las
nuevas tendencias literarias del país. Sin embargo, por motivos económicos tuvo
una vida corta. Seguía publicando artículos en diferentes publicaciones como el
ABC, la Esfera o el
Heraldo de Madrid.
También,
cultivó el género biográfico ( Giacomo Leopardi,
Fígaro…) e hizo traduciones del francés, del inglés y del
italiano.
En la década de los veinte, preside la
asociación Cruzada de Mujeres Españolas, así como lidera la primera
manifestación reivindicativa de las sufragistas en España y empieza a defender
sus ideas en mítines y tribunas públicas. Fruto de esta dedicación es el libro
titulado La mujer moderna
y sus derechos .
También, se afilia al Partido
Republicado Radical Socialista, ya que había abandonado años antes el Partido
Socialista Obrero Español por la decepción que le causó las discrepancias
internas relacionadas con la reivindicación feminista del sufragio universal.
Muere
un año después de la proclamación de la Segunda República y consigue ver como
algunas de sus reivindicaciones se llevan a cabo como el derecho al voto de las
mujeres o la ley del divorcio, aunque no llega a ejercerlos.
Carmen
de Burgos murió de un ataque al corazón durante uno de sus discursos sobre la
cultura sexual en el Centro Socialista de Madrid.
La muerte del recuerdo
Los delicados cristalillos
prismáticos venían, en una lluvia de pétalos de jazmín, á cubrir con su blancura
la desolada tristeza de los desnudos troncos, empavesados por la nieve, como si
les envolviesen guirnaldas de misteriosas flores nacidas en el aire.
Un criado anunció desde la
puerta:
—El señor está servido.
Al mismo tiempo los
cristales y el pavimento retemblaban con el rodar silencioso de las ruedas de
un coche en el patio.
Perezosamente se rodeó el
anciano al cuello la bufanda de piel forrada en seda; se abotonó el abrigo de
arriba á abajo; introdujo en el bolsillo la tabaquera; afianzó sobre la nariz
las gafas que ocultaban los hundidos ojos, y después de calarse reposadamente
los guantes de piel, tomó el bastón y el sombrero, que le sostenía el “ayuda de
cámara” y salió tapándose la boca con el pañuelo, tardo el paso, como si le
costase trabajo dejar su gabinete en aquel día de frío.
Un secretario alto, rubio, atildado, de
patillas simétricas é irreprochable traje, se inclinó á su paso ceremoniosamente, esperando que el señor
se dignase dirigirle la palabra; pero don Juan pasó sin mirarlo.
—¿Deja mandado algo el señor?—preguntó con timidez.
—Nada.
Ya el lacayo sujetaba abierta la portezuela del coche...
El
secretario volvió á inclinarse con esa rigidez de los aduladores, que parecen
tener una articulación más en su espina dorsal para doblar servilmente el
cuerpo, y el carruaje partió con el cadencioso trotar de su tronco normando.
Encendió un cigarro don Juan y se arrellanó sobre los
almohadones azules, mientras el coche cruzaba las calles del Caballero de
Gracia, de Peligros y Alcalá, para salir al Prado. Allí lucía con toda su
hermosura la nieve. Grupos de chiquillos y mozalbetes corrían sobre ella, ensuciando
con los pies su transparencia, contentos y satisfechos los pulmones de respirar
aquel aire puro y sereno, cuya ligereza centuplicaba la actividad.
Perseguíanse unos á otros arrojándose puñados de nieve, que
se deshacían en espuma blanca; rodaban algunos esas enormes bolas consagradas
como imagen de la murmuración y de la
calumnia, porque según corren engruesan y se enlodan.
Varios artistas improvisados se entretenían en modelar con
aquel mármol blando estatuas y caricaturas, con tanto esmero como si algunas
horas más tarde su obra no hubiera de convertirse en agua sucia. Se respiraba
la poesía de la blancura de la nieve, cuyo gran encanto consiste en su misma
fragilidad, en lo inestable, en lo fantástico, lo ideal de su vida corta, símbolo
de lo irrealizable, de lo soñado, de todas las ilusiones que no pueden detenerse.
Había un rayo de
envidia en los apagados ojos del viejo senador viendo á los muchachos correr,
azotarse, caer y revolcarse sobre aquella alfombra, que se hundía á su peso
como mullido vellón de lana, con crujido de cristalitos que se quiebran.
Recordaba en su abrigado coche la época feliz de la infancia, de la
adolescencia, cuando medio desnudo y hambriento jugaba entre los copos de nieve
en el Retiro ó la Moncloa.
¡Cuán lejos estaba
aquel tiempo! ¡Era una existencia pasada!
Se recordaba con
tristeza: no había nada de común entre él, don Juan, y aquel Juanillo de los
primeros años de su vida. ¡Juanillo había muerto! Ni una molécula del cuerpo
joven, fuerte, gracioso, quedaba en su pobre, achacosa y vieja armadura. Sólo
escasas reminiscencias de la voluntad, de los afectos que el otro sintió vivían
aún en este.
Pensaba con terror que se muere varias veces antes que la
descomposición final del individuo disgregue las moléculas de su cuerpo para formar
otras combinaciones en el transcurso de los siglos. Sí; se muere varias veces.
Cada una de las nuevas épocas de la vida, cada uno de esos cambios de
costumbres, de afectos que se verifican en nosotros, es la muerte de nuestro
propio ser, la renovación de un yo que expira. ¿Qué le quedaba de las edades
anteriores? Tristeza, cansancio, desengaños, amargura de los recuerdos vividos,
de aquellos desdoblamientos de su mismo ser ya sepultados.
Así la monotonía de la existencia nos aflige como una vejez
anticipada y los cambios nos apenan. Lo que se separa, lo que se aleja, lo que
se olvida, muere. Por eso es tan triste olvidar. Recordaba sus existencias pasadas:
había muerto ya la niñez miserable y feliz, la adolescencia trabajosa y
mezquina, la juventud de luchas, ambiciones... y hasta bajezas, con tal de
sobresalir entre la vulgaridad de los comparsas humanos, nacidos para asistir á
las representaciones de la vida de los demás, aplaudiendo ó censurando las
comedias que se hacen á sus expensas, pero sin pasar jamás de las galerías al
escenario. Era aquella la época en que
más había vivido el ciclo de las esperanzas, del amor...
Don Juan recordaba la imagen de una mujer que iluminó su vida
con reflejos de ópalo.Sacrificó el amor á la ambición, á un casamiento que le
abrió las puertas de la política y del gran mundo. Había logrado sus
esperanzas: lujo, influencia, poderío, pero nunca volvió á ver á la mujer que
amaba. Supo que era directora de un centro de enseñanza oficial en una
provincia y que continuaba siempre soltera; pero el abandono de que la hizo
víctima había sido tan infame, tan cobarde, que jamás se decidió á intentar una
reconciliación, que seguramente hubiera sido rechazada.
Y sin embargo, ¡cuánto la había amado! ¡Cuántas veces la
recordó en el solitario hogar de viudo sin hijos ni familia! En muchas
ocasiones pensaba cuánta alegría pudo traer á aquella casa la mujer
inolvidable, compañera de sus luchas y ambiciones juveniles... Hasta algún día
tuvo intención de ir á buscarla, pedirle perdón, ser feliz con la dulce
abnegación de aquella vestal de un amor único.
Unas veces, la reflexión de sus diferentes posiciones
sociales triunfó de su sentimiento; otras las tareas urgentes del Parlamento y
la organización del partido, aplazaron su resolución... Algunas, los éxitos y
las ocupaciones se la hicieron olvidar.
¿Por qué surgía de nuevo en aquel día de invierno, entre la
nieve de su ancianidad, la imagen de aquella mujer? Era una evocación extraña,
una especie de telepatía, como si una corriente eléctrica le agitase. Por un
momento creyó no estar solo, sentir un aliento á su lado, la proximidad de otro
ser, de un fluido, de un pensamiento que solicítase con fuerza el suyo... Miró
en torno sobresaltado. La figura de Alicia se conservaba en su memoria tal como
la última vez que la vio: sonriente, tranquila, sin desconfiar de su amor; sin
que ni un solo latido de su pecho le anunciase la perfidia del amante que la
sacrificaba á la ambición.
¡Cuánto sufrió él
también! Necesitó recordar todos los placeres que el mundo le ofrecería después
del matrimonio, para consumar su traición. Hasta se engañó á sí mismo, para
poderse ir, diciéndose que volvería de nuevo. ¡Pobre Alicia! Soportó su
abandono sin un grito, sin una queja... no le molestó jamás... y sin embargo,
él supo que no dejó de amarle nunca... Se lo habían asegurado viejos amigos...
lo escuchaba siempre con satisfacción... Ya hacía muchos años que nadie le
hablaba de la historia aquella... enterrada en un pasado remoto. Creía aún ver
á Alicia con su belleza rubia, menudita, pálida, de rostro de marfil y manos de
hostia, quebradiza y frágil como flor de almendro temprano. Le parecía que se
acercaba á él con la mirada dulce de sus ojos claros, de extraños cambiantes de
acero, tan ingenuos y tan puros como un lago que dejase ver el fondo limpio de
sus pensamientos.
Ni por un momento le ocurrió nunca la idea de las
transformaciones que habría operado el tiempo. La veía alta, erguida, grácil,
con su talle delicado y esbelto.
Más de una vez volvió la cabeza en la calle al paso de una
joven rubia, delgada y frágil, diciendo: ¿Será ella?
EL coche se detuvo en la puerta de los ministerios de
Instrucción Pública y de Fomento. Dentro del gran patio de ladrillitos
cuadrados, que desvanece con sus cambiantes de agua rizada, esperaban dos
soberbios coches de ministro, con lacayos galoneados en el pescante. Los coches
en que se suceden unos á otros. Por ir en ellos sacrificó él sus sentimientos
más nobles, lo que no podría recobrar nunca en su triste vejez solitaria. ¡Han
rodado la fe y la dignidad de tantas personas ante aquellos estribos!
Subió la escalera lentamente, tapándose la boca con el
pañuelo y devolviendo los saludos sin pararse. A pesar del mal tiempo, la
afluencia de pretendientes era grande. Los empleados iban de acá para allá,
presurosos y de malhumor, rebuscando gacetas y reales órdenes entre el continuo
tejer y destejer de una legislación que se pliega á todos los caprichos de los
influyentes, á quienes se necesita complacer, sin reparar en la justicia de sus
peticiones.
Un jefe de negociado, alto, de mal guarnecido cráneo y
aspecto de necio satisfecho, se pavoneaba ante la mesa de su despacho. El
senador le saludó con la mano, recordando cuántas veces se humilló en su
presencia para obtener aquel puesto de pequeño tiranuelo, y penetró en la sala
de espera.
—¿Aviso al señor subsecretario?—preguntó el portero.
—No; no tengo prisa; esperaré á que haya terminado su
tarea—murmuró don Juan, sentándose en el ángulo del sofá, cerca de una ventana.
Quedaban unos diez visitantes, que iban siendo llamados por
turno ante el subsecretario. La prontitud con que se hacían los llamamientos
probaba la poca atención que se les prestaría. Pero los pretendientes iban
contentos, creyendo haber sido escuchados.
Don Juan vio con satisfacción que no había mujeres jóvenes y
bonitas, pues ya sabía por experiencia que ésas tardan más en salir de los
despachos de los ministros y de los subsecretarios.
Desde el gabinete cercano llegaban las conversaciones de los
escribientes, que abrían y comentaban la correspondencia del jefe. La gran
antesala, alta de techo y poco guarnecida de muebles, tenía algo de solemne;
todos hablaban en voz baja, y los desconocidos se miraban unos á otros con
recelo. De vez en cuando se apartaba el portero, y un nuevo visitante se
detenía deslumbrado junto á la puerta, buscando una orientación entre todas
aquellas gentes que esperaban.
Algunos jefes de negociado, con la cabeza descubierta, paso
ligero y el legajo de papeles debajo del brazo, entraban y salían del despacho
del subsecretario, causando la envidia
de los atormentados por larga espera.
Don Juan lo contemplaba todo. En el estado de su espíritu
veía lo ridículo, lo cómico, lo vano de toda aquella farsa de egoísmos, luchas
y miserias. Sin duda acababa también de morir en su alma la ambición, y veía
claro la insignificancia de lo que antes le parecía grande.
Una señora, sentada en el otro extremo del sofá, atrajo al
cabo su atención. Llevaba un traje color marrón y una capota violeta sobre los
cabellos blancos, blancos como la nieve del jardín. Sostenía con trabajo el
corsé un cuerpo flácido, de pecho hundido, al que no se ceñía la floja tela de
su traje; la carita arrugada, color tabaco seco; sumida la desdentada boca; en
punta la barbilla y tallado en nervios el cuello.
Aquella anciana tenía para don Juan un extraño encanto. ¿Por
qué? Acaso por la plata de los cabellos, sobre los que parecía un pensamiento
temprano la gorrita violeta... Acaso por los ojos claros, dulces, tranquilos,
que brillaban juveniles dentro de las hundidas órbitas sin pestañas. Le parecía
conocer la caricia de una mirada semejante...
—¡Doña Alicia Moreno!—dijo el portero mayor, llamando á la
anciana, que se dirigió con paso vacilante al despacho del subsecretario.
¡Alicia Moreno! ¡Alicia Moreno! ¿Había oído bien? Trémulo,
formuló don Juan su pregunta al portero:
—¿Quién es esa señora?
—Doña Alicia Moreno, directora de la escuela de Ávila.
¡Oh! ¡Era ella! ¡No
cabía duda! Entonces pensó por vez primera en las transformaciones de los años
desaparecidos. ¡Sus existencias de jóvenes habían pasado hasta el punto de no
conocerse! Y sintió una amargura, una amargura infinita, al perder la visión de aquel rostro juvenil y fresco, para
sustituirlo con la imagen de la anciana de los cabellos blancos. ¡Imposible!
Alicia seguiría viviendo joven en sus recuerdos; la anciana no tenía nada de
común con ella. Entonces, con temor supersticioso, se explicó el pertinaz
recuerdo de antes hacia aquella mujer que se le acercaba. ¿Le recordaría ella
también? Evocó la caricia de los ojos claros, la misteriosa simpatía que les
aproximaba, y por un momento pensó en los últimos días de una vejez dulce, con
las remembranzas desqueridas memorias... Sí; al salir Alicia de aquel despacho,
la seguiría, le pediría perdón... En su memoria se confundían de nuevo, bajo la
mirada clara, la Alicia de cabellos blancos y la Alicia de cabellos rubios. Se
entreabrió la puerta y apareció entre las cortinas la curva silueta de la
anciana.
—¡Señora!...—murmuró don Juan aproximándose. Se detuvo ella,
y miró tranquila, esperando.
Él no hallaba qué
decir. ¡No le conocía! ¡Sin duda, ella guardaba otra imagen de juventud!
—¡Caballero!...—repuso al fin una voz cascada, extrañando
aquel largo silencio.
—Este pañuelo, ¿es de usted?—preguntó el senador, recogiendo
el suyo del sofá.
—No, señor.
—Creí.. .—tartamudeó.
—¡Gracias!
—¡'No me ha reconocido!—exclamó él viéndola alejarse
lentamente. ¡Más vale así! Es preferible que no conozca el dolor de ver morir
en el alma una imagen de juventud y amor acariciada tanto tiempo... ¡Para ella,
al menos, vivirá el recuerdo!
Y se limpió apresuradamente los ojos con el pañuelo, mientras
guardaba con la otra mano en el bolsillo los empañados lentes, para entrar en
el despacho del subsecretario, que llamaba obsequioso desde la puerta:
—¡Mi querido don Juan!...