¿FELICES FIESTAS?
 |
UNICEF |
Como cada treinta y uno de diciembre, mi
familia y yo nos reuniremos frente al televisor de pantalla de plasma de 50” (pulgadas),
con funciones Ultra Luminance y Local Dimming, para mejorar el brillo y
el contraste, y, acompañados de los reiterados conductores que nos llevarán hacia
las campanadas, recibiremos el nuevo año.
La familia Márquez repetirá, como
cada Nochevieja, la misma escena, las mismas bromas e incluso las mismas
discusiones alrededor de los turrones, las uvas y el cava, productos estos, que
la empresa de José Luis, mi marido, obsequia en la cesta de Navidad. Año tras año se repite
la misma historia. Mi suegra, comiendo y bebiendo hasta reventar aunque ella
asegura que tiene perdido el apetito, pero es Nochevieja, y hace un esfuerzo.
Mi cuñada Mamen, la hermana de José Luis, con sus mismas conversaciones
“interesantes y trascendentes” acerca de las marcas de cremas y potingues que
usa para su cuerpo. Los niños, destrozándome la casa. Ricardo, mi cuñado, con
su cara de aburrido resignado que, desde las nueve de la noche hasta las cinco de la mañana, permanece
sentado en el mismo lugar y con el mismo gesto. José Luis, mi marido, baste con
decir que es la Navidad personificada, y yo, con mi síndrome antinavideño, que
si me coincide en los días previos a la menstruación, que tiemblen los
pastorcitos del portal de Belén pues no me aguanto ni a mí misma.
Reconozco que los
cambios hormonales son una gran excusa que tenemos las mujeres para justificar
nuestro malhumor, pero lo que siento en estas fiestas nada tiene que ver con esto.
José Luis piensa que sí y me disculpa de esta manera ante su familia.
Siempre he odiado la
Navidad, el espíritu navideño y todo lo que se mueve alrededor. Y no es por
ninguna razón en concreto, ni siquiera porque me recuerde la ausencia de mis
familiares fallecidos. No, simplemente que no soporto esa “merenguería”. Nunca
he entendido que se pudiese organizar tanto por la celebración de un
cumpleaños, porque en realidad, lo que se celebra en Navidad, no es ni más ni
menos que un cumpleaños. Creo que el Niño Jesús en vez de una cena tan
suculenta, con una merienda-cena, tarta incluida, se hubiese conformado.
Si organizáramos la
Navidad como un cumpleaños más, nos evitaríamos muchos disgustos pues las familias
como muy tarde, a las nueve de la noche volverían a sus respectivos hogares, pero
desgraciadamente, no es así.
Desde el veintiuno de
diciembre hasta el siete de enero, me gustaría desaparecer o ser musulmana, o
vivir en Marruecos, aunque claro, cuando comenzase el Ramadán seguro que
preferiría ser cristiana. ¡Cómo soportar un mes de Ramadán ayunando hasta el
anochecer y sin poder probar alcohol!
Llegadas estas fechas, tampoco me
importaría ser budista o vivir en Nepal. Los budistas también conmemoran el nacimiento
de Buda, ni que decir tiene, que de una forma muy diferente a la nuestra.
En una ocasión que
visité Nepal coincidí durante esas fiestas en Patan, una ciudad
preciosa y monumental de ese país, donde se realiza un festival colorista con
ritos, ofrendas, música y danzas por el centro de sus calles. Me pareció un
espectáculo mágico y maravilloso aunque supongo, que si yo fuera budista y
tuviera que celebrarlo cada año y por obligación, me cansaría igual que la
Navidad. De todas formas, no imagino a ningún budista tan rebelde como yo. Pero Oriente no piensa, ni siente, como
Occidente.
A veces me pregunto cómo sería la Navidad si a
la Iglesia Primitiva, no se le hubiera ocurrido absorber la fiesta pagana del
solsticio de invierno, donde los campesinos romanos rendían homenaje a Saturno,
el dios de la agricultura, al término de la recolección de sus cosechas. ¿Y si
hubiera elegido el solsticio de verano? ¿Se conmemoraría la Nochebuena el 24 de
junio? ¿Se puede alguien imaginar a todas las familias encerradas en casa, con
el aire acondicionado enchufado a la máxima potencia? Sólo de pensarlo siento calor. ¿Y qué pasaría
con esas cenas ricas en calorías y proteínas acompañadas de esos licores de
alta graduación?
Pero lo que más detesto
de estas reuniones familiares, es
contemplar a ese perfecto trío que forman mi marido, su madre y su hermana. Si
en el Parlamento se pudiera reivindicar “el trío de hecho” mi familia política
lo haría. Cuando los observo, pienso:
¿por qué no se casó José Luis con su madre o con su hermana o los tres
juntos?. Aunque lo que realmente me pregunto,
¿cómo me casé yo con un hombre que coloca el Belén en Noviembre y
disfruta y celebra tanto esa fiesta?
Creo que
Cupido no tira la flecha al corazón, sino justo a los ojos y te deja
ciega. Cuando conocí a José Luis le encantaba quitarse de en medio en Navidades
y viajábamos al extranjero o simplemente
alquilábamos una casita en la sierra que nos hacía desconectar. No tengo
conciencia de que le gustase tanto estas fiestas, pero claro, la mencionada
flecha con el paso del tiempo, si no la cuidas, se deteriora, se cae y un buen
día, recuperas la vista. Sería la mujer más feliz del mundo con tan sólo viajar
hasta el Algarve portugués, por ejemplo y pasar unos días allí. La Navidad fuera de casa y del entorno
familiar la percibo de una manera más positiva. Aunque signifique lo mismo
prefiero leer “¡Bon Ano Novo!” que “¡Feliz
Año Nuevo!”
Mi familia política
incentiva a mi marido regalándole e intercambiándole figuritas del Belén y adornos
navideños así que, no es de extrañar que se diviertan tanto. Ellos ríen, se besan, bailan.,, En cambio,
Ricardo y yo, nos quedamos contemplando el panorama.
Claro que José Luis,
dice que yo lo que tengo son celos porque no tengo arraigo familiar. Para él, los componentes de mi familia son como los Simpsons, pero de carne y hueso.
Tengo que reconocer que
algo de cierto hay. Mi familia es la de los encuentros sociales. Tan sólo si
alguien se muere, se casa o se bautiza,
se reúne. No nos felicitamos en los cumpleaños, santos etc.; ni nos
besamos ni abrazamos. Aunque cuando mis padres vivían parecíamos una familia
más convencional. Admito que somos un tanto especiales.
Recuerdo alguna que otra
Nochebuena que nos hemos reunido, y ha sido un auténtico desastre. Un año se me
ocurrió “la feliz idea” de reunir a mis padres, mis hermanos, junto con mis
suegros, mis cuñados y todos sus respectivos, incluidos niños. Pretendía
librarme de una de las dos cenas navideñas y “matar dos pájaros de un tiro”,
pero nunca mejor dicho, “me salió el tiro por la culata”.
Convencí a José
Luis para convocar a todos los miembros
de la familia el veinticuatro de diciembre y así, el treinta y uno estaríamos
los dos solos y podríamos tener una íntima y placentera Nochevieja. El
resultado fue que estuvimos una semana sin hablarnos, él durmiendo en el sofá y
yo sola en la cama.
Los padres de José Luis
tenían por aquel entonces una segunda vivienda en una urbanización a las
afueras de la ciudad. Era una casa enorme con seis dormitorios, una buhardilla y
dos salones perfectamente equipados, el lugar ideal para reunirnos las dos
familias, sin necesidad de volver a altas horas de la madrugada y circular con
alguna copa de más. Así que todos accedieron convencidos de que podría ser una
buena idea.
Aquel año pude comprobar
con mis propios ojos que es cierto lo que dicen acerca de los bomberos
sobre sus grandes cualidades físicas, o sea,
que están bastante “buenorros”. ¡Que nadie piense que me pasé la Nochebuena
ligando con un bombero!, ¡eso me hubiese gustado a mí…!, ¡nooo!, simplemente
que mi sobrina Marta, la hija menor de mi hermano Javier, mientras todos
estábamos en el jardín contemplando los fuegos artificiales, cerró la puerta
blindada de casa de mis suegros.
Por supuesto, las llaves
de la casa, junto con la de los coches, los abrigos, la cena, etc., quedaron
dentro escuchando el Mensaje de Navidad del Rey Juan Carlos. Supongo que el
monarca no se extrañó de que no lo escucháramos un año más, y no es porque
seamos republicanos. Simplemente, a la
hora en que se dirige el monarca a los
españoles, es poco apropiada: justo
cuando estamos todos apiñados en la cocina preparando los canapés.
Tuvimos que refugiarnos
en casa de los vecinos de al lado,
esperar a que vinieran los bomberos y nos abrieran la puerta. Los vecinos de mis suegros, la familia
Villareal, son unos pijos insufribles, pero gracias al espíritu navideño y a
que el Niño Jesús nacía justo esa noche, nos hicieron pasar a la cocina con los
camareros y cocineros del catering que habían contratado.
Nunca he tenido una
sensación más parecida a la de ser inmigrante o refugiada de guerra. Mientras
ellos y sus invitados tomaban una copiosa y glamurosa cena, nosotros, las
mujeres, los ancianos y los niños nos conformábamos con unos cuantos canapés
fríos, patatas fritas, aceitunas y refrescos. Aquella situación no hubiese sido
tan horrible si mi suegra no hubiera estado todo el tiempo lamentándose y
llorando por su puerta blindada. Sin embargo, mis padres y yo, nos partíamos de
la risa precisamente por la situación. A partir de entonces, decidí no tener
ideas felices y no mezclar familias, y menos, fuera de casa.
Pero verdaderamente, yo
no percibo bien estas fiestas, hasta que los vecinos del segundo derecha llaman a la puerta con la botella de cava,
gorrito y matasuegras en boca y nos invaden el salón. Es en ese momento,
cuando la noche llega a su clímax y yo desearía tener poderes mágicos y
desaparecer. No es nada personal, no son mala gente porque realmente, malos,
malos, hay muy pocos en el mundo, pero en la vida no todo consiste en ser
buenas o malas gentes.
Nos pasamos todo el año
soportando sus movimientos bruscos de muebles, la música estridente de sus
hijos adolescentes y los ensayos con el Karaoke de su hija de siete años que se
prepara para ir el primer programa de
cualquier canal de TV, donde los
pequeños se disfracen de mayores y
aprendan ya a competir para ser los mejores. Sí, mis vecinos tienen una hija
artista, una pequeña monstruo repelente, pero es artista, y yo no tengo nada en
contra de la pequeña de los Martínez-Espejo, porque además, ella es una víctima
de sus mayores, pero a mi pequeño Pablito me lo tienen totalmente traumatizado.
Mi hijo con siete años de edad, no puede entender como su amiguita vaya a salir
en la tele, canta tan bien y le hacen tantos regalos. ¿Y cómo le explicas a un
niño de esa edad que la naturaleza reparte los dones y habilidades como le da
la gana? Para su desgracia, el pobre mío, ha heredado el nefasto oído de su
padre y es igual de patoso que su madre.
La pequeña Pantoja, como
todos la llaman en el barrio, cada entrada de año nos deleita con sus canciones
y sus bailes y todos
aplaudimos y coreamos a Vanesa, que así se llama. ¿Qué se podría esperar de una
niña que tiene un padre poeta, una madre bailaora de flamenco y unos hermanos
que también tocan en un grupo pop?
A pesar de todo, y a
partir de ese momento, empiezo a encontrarme mejor, no sólo porque el efecto
del alcohol, mi más fiel aliado navideño,
empieza a entrar en acción, sino porque tan sólo quedan cinco días para
que esta pesadilla termine. Pero no cantemos victoria porque todavía quedan los
Reyes Magos, aunque tengo que confesar
que algo de ilusión me queda.
Los Reyes Magos, la
primera decepción en la vida de un niño. Cuando me enteré de aquello me enfadé
muchísimo con mis padres, me sentí engañada y entonces comprendí que no debía
fiarme de nadie. Pero esos son recuerdos que quedan del pasado, el presente es
aún peor.
Aunque España es un país
de tradiciones y mi familia también, cada vez se impone más la costumbre de
regalar como lo hacen los ingleses y americanos, por Papa Noel. Si no teníamos
bastante con Los Magos de Oriente, se nos cuela el gordito anciano de los
países del norte. No tengo nada en contra de la cultura anglosajona, pero me
niego a hacer más gastos con el argumento de que los niños tienen más tiempo para jugar, si les regalas la noche de
Navidad. Además, los nuestros son magos, son tres y vienen en camellos, un
medio de locomoción bastante más apropiado, teniendo en cuenta el cambio
climático que está sufriendo nuestro planeta.
No sé cómo me sucede que
todos los años se agota algún juguete de moda
que a mi hijo o a mi sobrino se les antoja y siempre digo lo mismo: “el año
que viene hago las compras en noviembre”, pero es inútil. No hay nada más
desolador que ir de hipermercado en hipermercado, chocando con una masa humana
que se encuentra en la misma situación que tú, cargados de paquetes y carros
repletos de alimentos como si se avecinase una crisis mundial y hubiese que
almacenarlos. A medida que se llena el maletero del coche, disminuye la tarjeta
de crédito, pero no importa, se escucha una música ambiental que dice así: ¡
Navidad, Navidad, dulce Navidad...
¿Y qué decir de la
lotería de Navidad? Para colmo, detesto los juegos de azar y sin embargo, todos
los años caigo como una boba comprando lotería de Navidad. Odio los anuncios que anuncian el sorteo navideño que desde el mes de julio
se anuncia en las vallas publicitarias.
Porque el bombardeo publicitario es otra.
Recuerdo aquel anuncio de turrones “El Almendro” que el ser humano más
insensible del mundo, lloraba por los rincones cuando el soldado volvía a casa
por Navidad. ¡Cómo manejan nuestros sentimientos!
“En estas fiestas tan señaladas” no sólo hay reuniones
familiares, sino que cenamos, almorzamos, e incluso merendamos en pos de la
Navidad. Algunos años he tenido hasta tres acontecimientos sociales al mismo
tiempo. El almuerzo de mi empresa, la cena con los compañeros de trabajo de
José Luis y la reunión de las madres de alumnos del colegio de los niños. Se organizan comidas con los amigos, los
compañeros del gimnasio, los antiguos alumnos de la carrera e incluso con la
asociación de vecinos. Aunque siempre he detestado esta parafernalia
cuando empecé a trabajar y no tenía niños, participaba en todos los
festejos. Siempre me he movido en un
mundo de contradicciones, detesto las costumbres y normas sociales impuestas,
pero disfruto con una reunión de amigos sentados en torno a una tertulia. Y
gracias a esto, y a que soy amante de la buena mesa y disfruto cocinando,
sobrellevo un poco mejor estas fiestas.
Pero hace muchos años que dije NO. Alguna vez
en la vida hay que aprender a decir, no. Recuerdo el último año que asistí a la
comida de la empresa. Me pasé después seis horas vomitando. Independientemente
de lo mal que me sentí físicamente, aquella cena navideña casi me cuesta el
divorcio. Fue el año que se estrenó en España la película inglesa Full Monty y
se puso de moda la secuencia tan famosa en la que los protagonistas realizan un
strip-tease.
Mi jefe es un cantante
frustrado. En su juventud tocaba la batería en un grupo de música pop de la
época. Pertenecía a una familia acomodada que no aceptaba la afición del
muchacho, así que su padre lo amenazó con desheredarlo si no se matriculaba en
la universidad y estudiaba derecho. El resultado de esto, organizar un festín
con él, significa acabar en un Karaoke y véase a un jefe adherido a un micrófono en
mano.
Aquella noche bebí más
que comí. La empresa organizó un gran banquete pero, no sé por qué, cené muy
poco. Lo cierto es que en los postres nos obsequiaron con un elixir de ron cubano que estaba
riquísimo y entre Rosa, la secretaria de mi jefe, y yo, acabamos con el regalo
de la casa. No puedo, ni quiero recordar bien (pues sólo con pensarlo, todavía
me sonrojo), cómo me encontré delante del escenario bailando la famosa música de
la película de Full Monty. Toda la vida le agradeceré a mi amigo y compañero de
oficina, Luis, que me sacara a tirones del escenario cuando empecé a quitarme
la falda en presencia de toda la empresa. Regresé a casa con un solo zapato,
sin las gafas y con el sujetador en el bolso.
¿Y cómo le explicas a tu
marido que no pasó absolutamente nada? que yo recuerde ¡claro!, porque
estábamos todos iguales de ¿bebidos? Si tu marido además, la bebida más fuerte
que suele beber es Coca-cola light, ¿cómo va entender lo del elixir de ron? Supongo que José Luis también le echará la
culpa a Cupido, pues casarse con una mujer que le gustan casi todos los
líquidos que contengan alcohol, eso tiene que ser asunto de Cupido. A partir de
aquel día y en aras a la conservación de nuestra relación, se acabó lo único
divertido que me sucedía en Navidad.
En fin, aquí estoy un
año más, atragantándose con las uvas, en el mismo lugar y con las mismas personas, que no son ni
mejores ni peores que el resto de los humanos, y aunque algunos ya no están,
esto no me entristece, pues para mí, hoy, no es ningún día especial. A los
míos, a los que faltan, los recuerdo
cada día sin esperar a que llegue la Navidad.
Este año no voy hacer ningún propósito
imposible de cumplir. Todos los años me propongo dejar de fumar, hacer deporte
y adelgazar y siempre deseo que todo continúe igual. Esta entrada de año, voy a
ser un poco ambiciosa y, como dicen los sudamericanos, este año pediré “que me
vaya bonito”.
¡Bon Novo Año!
Lola Rodríguez