Un clásico de lectura muy recomendable
La madre callaba, sentada en un
rincón, sin desviar los ojos de su hijo. Este trataba de contener su agitación,
pero cuando el oficial reía, sus dedos se contraían de modo extraño, y ella
comprendía que le costaba trabajo no contestar, que era duro para él soportar aquella
mofa.
Pelagia tenía menos miedo que en la
primera investigación: más bien sentía odio hacia aquellos hombres, vestidos de
gris con espuelas en los tacones, y este odio absorbía el temor.
Paul consiguió susurrarle:
- Van a llevarme...
Ella, bajando la cabeza, respondió muy
bajo:
- Comprendo...
Comprendía, sí. Iban a llevarlo a la
prisión porque aquel día había hablado a los obreros. Pero todos estaban de
acuerdo con lo que había dicho, y tomarían su defensa..., lo soltarían pronto.
Hubiera querido estrecharlo entre sus brazos y llorar, pero el oficial, a su
lado, la miraba entornando los ojos; los labios se estremecían y su bigote se
agitaba. Pelagia sintió que aquel hombre esperaba lágrimas, lamentos, súplicas.
Reuniendo toda su voluntad, esforzándose por no decir nada, mantuvo sujeta la
mano de su hijo y, reteniendo el aliento, lentamente, muy bajo, murmuró:
-
Hasta la vista, Paul... ¿Has cogido todo lo que necesitas?
- Sí, no te preocupes.
-
Que Dios sea contigo.
Cuando
se lo llevaron, se sentó en el banco y, cerrando los ojos, sollozó suavemente.
Apoyando la espalda contra el muro, como en otro tiempo hacía su marido,
contraída por la angustia y la conciencia humillante de su impotencia, la
cabeza baja, sollozó largo tiempo, vertiendo en el gemido monocorde todo el
dolor de su corazón herido. Veía ante ella, como una mancha inmóvil, el rostro
amarillento de bigotes ralos, cuyos ojos entornados expresaban satisfacción.
Como una bola negra, se apretaban en su pecho la exasperación y la cólera,
contra aquellas gentes que arrancaban un hijo a su madre porque buscaba la
verdad. Hacía frío, la lluvia golpeaba los cristales. Parecía que, en la noche,
alrededor de la casa, rondaban acechantes siluetas grises, de largos brazos, de
anchas caras rojas sin ojos. Caminaban, y sus espuelas entrechocaban
débilmente.
- Si al menos me hubiesen llevado a mí
también... - pensaba (...).
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