miércoles, 9 de enero de 2019

EL BELLO OJO DE LA TUERTA



CÉSAR LEANTE  (Matanzas, Cuba, 1928)

Novelista, articulista y ensayista cubano con ascendencia mexicana. En 1981 pidió asilo político en España huyendo de la falta de libertad de expresión en su país y en 1993 se le concedió la nacionalidad española por residencia.
Ya en el exilio, criticó duramente al régimen castrista en diferentes ensayos.


Algunas de sus obras:

Novelas
-   El perseguido
-   Padres e hijos
-   La rueda y la serpiente
-   Los guerrilleros negros
-   El bello ojo de la tuerta
-   Pan negro
Ensayos
-   El espacio real
-   Fidel Castro: el fin de un mito
-   Hemingway y la Revolución Cubana
-   Gabriel García Márquez, el hechicero
-   Fidel Castro: la tiranía interminable

Durante años, colaboró en el periódico El País, con artículos muy interesantes. Como muestra, incluyo en esta reseña el aparecido el día 10 de junio de 1987.

​                                     Leer en España
"Como se sabe, Larra dijo que escribir en Madrid (luego se hizo extensivo a toda España) era llorar. Pues bien, en contrario, leer en España parece ser una fiesta -como el París de los veinte lo fue para Hemingway. El Retiro parecía corroborarlo con sus ristras de casetas de libros tan pegadas entre sí que era como si estuvieran copulando sin solución de continuidad. Una descocada copulación de más de 400 cónyuges.
Al menos eso pensaba, o sentía, o experimentaba, mientras desde la cafetería al aire libre donde estaba sentado miraba las casetas que se alineaban del otro lado de la calle y a la gente que viajaba entre ellas deteniéndose en ésta o en aquélla como insectos atraídos por un sutil tufillo a tinta de imprenta. Y realmente todo aquello tenía aire de feria, que es decir de fiesta. Quizá porque había una conspiración general para ello: la tarde que era mansa, la atmósfera fresca, el lugar grato, la concurrencia al reclamo de los libros aunque nutrida no sofocante. El caso es que a mi compañera o a mí se nos escapó jugando que si de algún modo podía figurarse la felicidad era como un libro, que estaba contenida entre dos tapas. Supongo que a mí, porque ella era una profesora española de literatura española en una universidad norteamericana, cartesiana (ella, no la universidad) y de un rigor crítico infranqueable.Repito que a mí debió ocurrírseme, porque además de tratarse de una imagen de dudoso gusto, era yo el que tenía una apetencia de libros afilada en la larga dieta cubana. Venía de un país donde, pese a todo lo que se diga, la opción a libros de calidad y a la variedad de ellos es magra. Recuerdo el pasmo con que al principio de mi estancia en Madrid contemplaba las vidrieras de las librerías y las mesas hartas de obras cuyos autores sólo conocía de nombre o que sencillamente no conocía. De nuevo aquel asombro se repetía multiplicado.
Se menciona que en España no se lee, que un elevado número de su población jamás abre un libro, ni siquiera un periódico. Supongo que debe ser cierto, pues está en las estadísticas, y las estadísticas no deben mentir. Sin embargo, cuando voy en el metro y miro a mi alrededor veo a muchas personas leyendo, sobre todo jóvenes, y leyendo libros. La proporción de los que viajan leyendo diarios o revistas es mayor. Claro, que estoy en Madrid, y en la capital de un país la abundancia es mayor en todo orden de cosas. Es posible que no ocurra así en Ávila o en Ribadeo. Pero me asalta una pregunta: ¿y los cerca de 40.000 títulos que se publican al año, bajo qué ojos van a parar? Bajo los del extranjero, se me podría responder; van a parar al potencial mercado de 300 millones de habitantes que tiene Latinoamérica, a los 25 millones de hispanohablantes que viven en Estados Unidos. Es probable. Desconozco las cifras de exportación de libros de España, aunque sé que son altas. Pero, aun así, la cantidad de volúmenes que se quedan en la Península no debe ser menguada. De algún modo el mercado interior debe absorber buena parte de la producción de libros españoles.
Si tras la guerra civil Argentina y México especialmente se hicieron del cetro editorial que hasta antes de la contienda ostentaba España -y gracias justamente a la. emigración de casas editoriales y de personal cualificado que la diáspora española regó por tierras de América, es incuestionable que a estas alturas España ha recuperado su sitial. A partir de los años sesenta y con editoras como Seix Barra¡ (para nosotros, los latinoamericanos, este nombre, y señaladamente el de uno de sus fundadores, Carlos Barral, tiene un acento mítico), Alianza, Plaza y Janés, lenta pero firmemente ha ido imponiéndose en el mundo de expresión escrita en castellano, y creo que no hay la menor duda de que en la actualidad ocupa el primer lugar.
España existe en el orbe editorial universal, no es un espejismo. Quizá comparadas con las de Estados Unidos, Alemania Occidental, Francia, Reino Unido, incluso Italia, sus cifras de impresión de libros sean más bien modestas. Pero para nosotros, lectores hispanovidentes, esas cifras son satisfactorias. Pienso que, cuando menos en el terreno de la literatura, no hay obra valiosa escrita en no importa qué lugar que más temprano que tarde no tenga su equivalencia en versión espaflola. De ahí que yo siga mirando con el mismo placer inicial los escaparates de las librerías o sumergiendo mis manos entre los tomos que, como el más tentador manjar, ofrendan las mesas bien servidas.
Creo no haberme equivocado cuando en la terraza de la cafetería del Retiro, teniendo frente a mí la línea de celdas iluminadas de libros, imaginé que leer en España era una fiesta, una feria perpetua, y que para algunos la felicidad puede caber entre las dos tapas de un libro, aunque la imagen no es buena; lo siento, pero no hay otra.
Comentarios al libro El bello ojo de la tuerta, en la página LEO, LEES, LEEMOS...



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