VI CONCURSO DE RELATOS CORTOS 8 DE MARZO 2018
"LA HISTORIA TAMBIÉN LA ESCRIBEN ELLAS"
En la modalidad de adultos, el relato ganador fue Mujer sin barreras, de Ricardo Daza Duarte, natural de Camas, que consiguió, con un segundo relato, ser premiado en otro certamen similar convocado por el Ayuntamiento de Gerena. Aquí se insertan los dos
MUJER
SIN BARRERAS
Mati
adelantó el despertador una hora. Para ella era más difícil que
para cualquier otra persona afrontar un cambio de esa envergadura,
después de tantos años trabajando en el mismo lugar, sobre todo sin
saber, con un mínimo detalle, cuales serían las condiciones físicas
de su nuevo lugar de trabajo.
La
poca anticipación con la que había recibido el correo electrónico
con el que le comunicaban su traslado no le había permitido hacer
muchas averiguaciones. Lo intentó con la persona del Departamento de
Recursos Humanos que le atendió por teléfono, pero no resultó ser
demasiado receptiva. Más bien al contrario, el tono que había
utilizado al decir que, quizás, gracias a las “cuotas” se había
librado de ser una de las “agraciadas” en el expediente de
regulación de empleo, la hizo desistir de hacer más preguntas.
Aparte de quedarse, una vez más, con
las ganas de mandar a alguien a un sitio donde no querría estar,
también hubiese querido preguntarle a qué cuotas se refería: a las
de mujeres con un puesto de nivel medio dentro de la empresa, a la de
mayores de cuarenta y cinco años o a las cuotas de “cojos” y
“cojas”, como ella se definía a sí misma, haciendo gala de ese
humor “tostado” que tantas veces la libraba del desaliento.
Hasta
el día antes las cosas habían sido mucho más fáciles. Siempre se
levantaba con tiempo de asearse, desayunar y recoger un poco la casa.
Después tan sólo tenía que salir y recorrer unos metros hasta la
parada de autobús. Desde allí, llegaba en apenas quince o veinte
minutos muy cerca de su lugar de trabajo.
En
cambio ahora, su nuevo destino se encontraba a las afueras de la
ciudad. Tras estudiar el recorrido llegó a la conclusión de que,
para trasladarse al trabajo, debía cambiar de medio de transporte.
De otro modo, tendría que planear la salida de casa con mucha más
antelación y acomodarse a los horarios de tres líneas distintas de
autobuses, con mala combinación y con la posibilidad cierta de que a
alguno de ellos no le funcionase la plataforma elevadora. Verse
obligada, en consecuencia, a esperar al siguiente. Sobre todo, estaba
el riesgo añadido de llegar tarde en más de una ocasión, dando a
la empresa la escusa perfecta para librarse de ella.
Así
que optó por bajar al garaje y tomar los mandos de su vehículo
particular, con el riesgo de no encontrar cuando llegara un
aparcamiento apropiado, dentro del edificio o en un lugar próximo a
la entrada. Temía verse obligada todos los días a aparcar lejos, a
empuñar las muletas al salir del vehículo y a confiar en que el
trayecto fuese transitable; a contar con las mínimas facilidades
para acceder a él y llegar a su puesto de trabajo sin tener que
depender de la amabilidad o de la caridad de los transeúntes, para
abrir puertas, salvar desniveles y obstáculos inesperados.
A
pesar de todas sus previsiones, el tráfico denso y algunas
incidencias con vehículos parados que obstaculizaban parcialmente la
vía, le hicieron llegar a su destino tan sólo con quince minutos de
antelación con respecto a la hora en que debía presentarse en
Recursos Humanos. Era un edificio grande, bordeado por un cerramiento
metálico y entre ambos había un espacio ajardinado y plazas de
aparcamiento. La entrada de vehículos estaba precedida por un puesto
de control en el que era inevitable identificarse antes de traspasar
la barrera, que permanecía cerrada.
Un
vigilante de seguridad abrió la puerta de la garita y se acercó a
ella. Con evidente desgana, tras un saludo mecánico, le preguntó:
—¿Tiene
usted acreditación, o alguna cita concertada?—
—Me
llamo Matilde Acevedo Ruíz. Hoy es mi primer día de trabajo en este
edificio y todavía no tengo ninguna acreditación—
Tras
pedirle que esperase un momento, el vigilante volvió a introducirse
en la garita. Desde su posición le pareció verlo teclear y mirar de
forma intermitente la pantalla de un ordenador. La búsqueda no
parecía tener el resultado esperado. Le vio cabecear despacio hacia
los lados con un gesto frustrado. Por fin, llevado por una especie de
revelación, se golpeó la frente con la palma de la mano y se
levantó para recoger del otro lado del mostrador lo que podría ser
un cuaderno o un libro de visitas.
La
preocupación de Mati aumentaba viendo como pasaban los minutos, ante
la cada vez más segura perspectiva de no llegar a tiempo. A la vez,
veía como algunos coches que llegaban después la sobrepasaban e,
introduciendo una tarjeta en un lector, abrían la barrera y accedían
al recinto. Esto acrecentaba para ella el riesgo de que al entrar, se
hubiesen terminado de ocupar los últimos espacios disponibles.
Por
fin el vigilante, accionando desde dentro la apertura de la barrera,
le indicó que ya podía pasar.
Observó
que a pocos metros de la entrada y muy cerca del acceso al edificio
habían cinco espacios acotados y señalizados como aparcamientos de
minusválidos. Cuando se disponía a dirigirse hacia el único de
ellos que quedaba disponible, se le adelantó un Audi que llegaba en
dirección contraria tras haber rodeado el perímetro de las
oficinas. Sin saber qué hacer en ese momento, permaneció parada
observando que el ocupante del Audi salía de él sin ninguna
dificultad. Pasó por delante y vio que se trataba de un joven de
aspecto saludable que se desplazaba con agilidad y que tintineaba
alegre las llaves tras apuntar al coche con el mando a distancia y
accionar el cierre centralizado.
En
esta situación, Mati asumía ya lo imposible de presentarse a tiempo
en el departamento de Recursos Humanos y lo difícil que debía ser
encontrar un espacio en alguna otra parte del recinto. Al meter la
marcha automática para continuar adelante se le ocurrió que, tal
vez, aquel vigilante ocupado en encender un cigarro, podría tener
algo más que decir o algo más que hacer de lo que había dicho o
hecho hasta ese momento.
Empujó
la puerta para tener espacio suficiente en el que apoyar las muletas,
se incorporó y dio algunos pasos hacia el vigilante. Éste no reparó
en su presencia hasta que ella le habló en voz alta desde su
posición, señalando al Audi —Ese señor no tiene tarjeta de
minusválido y me atrevería a decir que los demás tampoco. ¿Por
qué los dejan aparcar ahí?–-
El
vigilante le contestó como si aquella intervención perturbase el
orden natural de las cosas:
—A
mí no me corresponde decirle a cada uno donde debe y donde no debe
aparcar— Comenzó a sacudirse la ceniza del cigarro que le caía en
el pantalón mientras reparaba en que otros coches se aproximaban a
la entrada y comenzaban a introducir sus tarjetas en los lectores
para abrir la barrera.
—Y
además le pido que haga el favor de retirar su vehículo porque está
obstaculizando el paso–- .
En
efecto, Mati comprobó que su vehículo impedía que los coches que
se incorporaban al recinto superasen la barrera en su totalidad y
pudieran seguir avanzando. Con la cabeza gacha, aceptando las
posibles consecuencias de su retraso hizo amago de entrar de nuevo.
Pero en lugar de eso, apoyó la espalda en la puerta trasera quedando
como paralizada durante unos instantes, mirando al suelo. Tras esos
momentos en los que fueron en aumento tanto los pitidos de los
vehículos que pretendían pasar como las indicaciones del vigilante
que de ser ruego sordo e imperativo, pasaban a veladas amenazas, en
lugar de disponerse a iniciar la lenta maniobra de entrar y
colocarse en su asiento, golpeó y cerró la puerta con el tope de
goma de una de sus muletas, lo más fuerte que pudo. Después de
accionar el mando a distancia, volvió a mirar al vigilante y le
dijo:
–-Después
de todo, tengo de darle la razón. A usted no le corresponde decirle
a cada uno donde debe y donde no debe aparcar–- A continuación, se
encaminó hacia la puerta de entrada sin que toda aquella algarabía
de pitidos, insultos e imprecaciones, le afectara en lo más mínimo.
Todavía
hoy en día, cinco años después, en la planta noble, los más
veteranos recuerdan de vez en cuando la mañana en que la actual
Directora de Recursos Humanos, fue la causante del mayor problema de
orden público jamás ocurrido dentro de la empresa.
Enero
2018.
LA
REINA DEL BARRIO.
La
noticia se extiende como la pólvora por todo el Pabellón
Polideportivo. Cristine ha sido secuestrada.
Una
vecina de edad avanzada ha sido testigo de cómo tres individuos,
disfrazados de beduinos, la sacaban a la fuerza de su domicilio y la
introducían en su propio vehículo, arrancando a toda velocidad, con
rumbo desconocido.
El
concejal de distrito no sabe qué hay de cierto en este rumor, ni
cómo puede afectar a la salida de la cabalgata. Y para colmo, a
falta de pocos minutos para la hora prevista, el sustituto de
Cristine tampoco se ha presentado. No puede negar que esta mañana
respiró aliviado cuando Cristine le visitó en su despacho para
comunicarle su renuncia a salir esta noche de rey Baltasar. Pero le
empieza a preocupar que algunos de quienes, escondidos tras el
anonimato, la han estado amenazando a través de las redes sociales,
pretenda ahora darle un susto, o algo peor, aprovechando que con esos
disfraces no iban a llamar la atención entre el bullicio, en una
noche como ésta.
La
noticia de la designación de un transexual como rey Baltasar ha
provocado un gran revuelo y ha sido muy comentada en todos los medios
de comunicación. Las protestas procedían de personas y colectivos
muy dispares. En algunos casos se trataba de opiniones críticas pero
respetuosas. En otros, de salidas de tono o de insultos
incomprensibles. La oposición lo trataba como una nueva provocación
de la alcaldesa. Grupos homófobos lo calificaban de acto contra
natura. Asociaciones belenistas consideraban inadmisible que un rey
mago fuese representado por una mujer, o lo que fuese. Comunidades de
inmigrantes tachaban la decisión de racista. Algunos llamaban al
boicot, otros a la inasistencia, otros a inundar de denuncias los
juzgados.
Al
igual que quienes la han atacado tanto estos días, el concejal de
distrito desconoce que, desde que recibió la noticia, para costear
los gastos de su participación como rey, Cristine ha venido
reduciendo las compras en la carnicería y en la pescadería. Contra
sus principios, se ha pasado a las marcas blancas en el supermercado.
Se ha dado de baja en el gimnasio y ha suspendido sus clases de
zumba. También ha renunciado a comprar el vestido al que le tenía
echado el ojo para la boda de su hermana. Y todo, cuando aún no ha
terminado de pagar el préstamo solicitado para costear la última
operación.
De
repente, entre la multitud que espera fuera, se oye un fuerte
murmullo, seguido de aplausos atronadores. El concejal ve aparecer
por la puerta del pabellón, un pequeño grupo. En el centro,
Cristine, con la cara impregnada de betún, envuelta en la sencilla
indumentaria de un rey africano. De sus brazos tiran con insistencia
sus dos compañeras de la peluquería. Y empujándola por detrás,
Argimiro, el delantero dominicano del equipo del barrio que el
concejal había designado como sustituto, el único de los tres
beduinos que no necesita maquillaje.
En
este pabellón, donde no hay barreras, todos aclaman a su reina.
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