Este año, adelantado al día 20 por coincidir en domingo el "Día del Libro", se ha entregado en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, el Premio Cervantes 2016,en su XXXI edición, otorgado en esta ocasión, al escritor barcelonés Eduardo Mendoza.
La ceremonia fue precidida por los Reyes de España y asistieron diversas personalidades políticas de la Comunidad de Madrid y nacional.
En su discurso, Eduardo Mendoza, se mostró cercano y con mucho sentido del humor y explicó cómo había influido en su propia vida las cuatro veces que ha leído El Quijote:
He sido y sigo siendo un fiel lector de Cervantes y,como
es lógico, un asiduo lector del Quijote. Con mucha frecuencia acudo a sus
páginas como quien visita a un buen amigo, a sabiendas de que siempre pasará un
rato agradable y enriquecedor. Y así es: con cada relectura el libro mejora y,
de paso, mejora el lector.
Pero en
mi memoria quedan cuatro lecturas cabales del Quijote, que ahora me gustaría
recordar.
Leí por primera vez el Quijote, por obligación, en la escuela.
En algún sitio he leído que la presencia obligatoria de el Quijote en la enseñanza, no pasa de ser una leyenda urbana. Es cierto, pero toda regla tiene su excepción. En nuestro copioso surtido de planes de enseñanza, hubo, un tiempo atrás, un curso llamado preuniversitario coloquialmente, el "preu", cuyo programa era monográfico.
(...) la pomposa abstracción que hoy llamamos
Humanidades, antes se llamaba, humildemente, Curso de Lengua y Literatura. Y
para mis compañeros de curso y para mí, aún más humildemente, la clase del hermano Anselmo.
En la clase de Literatura nos enseñaban algunas cosas que luego
no me han servido de mucho, pero que me gustó aprender y me gusta recordar (...)
(...) La verdad es que don Quijote y Sancho no fueron bien recibidos. Nuestra imaginación literaria se nutría de El
Coyote y Hazañas Bélicas y las sesiones dobles del cine de barrio eran nuestro
Shangri-La. Pero el Siglo de Oro, francamente, no.
Pero entonces no se iba a la escuela a jugar, sino a estudiar y
a obedecer. Tampoco nos apetecía aprender de memoria los afluentes del Ebro. Y
con el mismo entusiasmo emprendimos la lectura de lo que parecía ser una
tortura dividida en dos partes. Como es de suponer de inmediato y casi contra
mi voluntad me rendí a su encanto.
La lectura de el Quijote fue un bálsamo y una revelación. De
Cervantes aprendí que se podía cualquier cosa: relatar una acción, plantear una
situación, describir un paisaje, transcribir un diálogo, intercalar un discurso
o hacer un comentario, sin forzar la prosa, con claridad, sencillez,
musicalidad y elegancia.
(...) Leí el Quijote de cabo a rabo por segunda vez una década más
tarde. Yo ya era lo que en tiempos de Cervantes se llamaba un bachiller, quizá un licenciado, lo que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en
todas las épocas se ha llamado un tonto.
Llevaba el pelo revuelto y lucía un fiero bigote. Era ignorante, inexperto y pretencioso. Pero no había perdido el entusiasmo. Seguía
escribiendo con perseverancia, todavía con pasos aún inciertos, en busca una
voz propia.
Como tenía otros modelos literarios, de mayor graduación
alcohólica, por decirlo de algún modo, como Dostoievski, Kafka, Proust y Joyce,
en esa ocasión me atrajo sobre todo el Caballero de la Triste Figura, su tenacidad y su arrojo. Porque, salvando
todas las distancias, yo aspiraba a lo mismo que don Alonso Quijano: correr
mundo, tener amores imposibles y deshacer entuertos.
Algo conseguí de lo primero; en lo segundo me llevé bastantes
chascos, y en lugar de deshacer entuertos, causé algunos, más por irreflexión
que por mala voluntad.
La tercera vez que leí el Quijote ya era, al menos nominalmente, lo que nuestro código civil llama “un buen padre de familia”.
Cuando emprendí esta nueva lectura del Quijote no tenía motivos de queja.Como don Quijote, había recibido algunos palos, ni muchos ni muy fuertes. Como Sancho Panza, me había apeado muchas veces del burro. Pero había conseguido publicar algunos libros que habían recibido un trato benévolo de la crítica y una buena acogida del público.
(...) Lo que descubrí en la lectura de madurez fue que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo transforma.
Es precisamente el Quijote el que crea e impone este tipo de relación secreta.
(...) Aunque raro es el año en que no vuelva a picotear en
el Quijote, con la única finalidad de pasar un rato agradable y levantarme el
ánimo, lo cierto es que no lo había vuelto a releer de un tirón, hasta que la
cordial e inesperada llamada del señor Ministro me notificó que me había sido
concedido este premio, y por añadidura en el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Así las cosas, pensé que tenía el deber moral y
la excusa perfecta para volver, literalmente, a las andadas.
En esta ocasión seguía y sigo estando, en términos
generales, satisfecho de la vida. De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado
mi estado de salud: antes padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad y
ahora estos desarreglos se han vuelto propios de mi edad.
Sin embargo, cuando de lee el Quijote, uno nunca sabe lo que le puede pasar. En las lecturas anteriores yo
había seguido al caballero y a su escudero tratando de adivinar la dirección
que llevaba su peregrinaje. Esta vez, y sin que en ello interviniera de ningún
modo la melancolía, me encontré acompañando al caballero en su camino de vuelta
a un lugar de la Mancha cuyo nombre nunca hemos olvidado, aunque a menudo lo
hayamos intentado.
Todo personaje de ficción es transversal. Va de lector en lector, sin detenerse en ninguno. Eso mismo hace don Quijote. Exceptuando a Sancho, todos los personajes del libro están donde Dios los puso. Don Quijote es lo contario: va de paso y atraviesa fugazmente por sus vidas. Generalmente les causa un pequeño trastorno, pero les paga con creces. Sin la incidencia atropellada de don Quijote, hidalgos, venteros, labriegos, curas y mozas del partido reposarían en la fosa común de la antropología cultural. Gracias a don Quijote hoy están aquí, con nosotros, tan reales como nosotros mismos y, en algunos casos, quizás un poco más.
.Ésta es, a mi juicio, la función de la ficción. No dar noticia de unos hechos, sino dar vida a lo que, de otro modo, acabaría convertido en mero dato, en prototipo y en estadística. Por eso la novela cuenta las cosas de un modo ameno, aunque no necesariamente fácil: para que las personas, a lo largo del tiempo, la consuman y la recuerden sin pensar, como los insectos que polinizan sin saber que lo hacen.
Recalco estas cosas bien sabidas porque vivimos tiempos confusos e inciertos. (…)
La incertidumbre y la confusión a las que yo me refiero son de otro tipo. Un cambio radical que afecta al conocimiento a la cultura, a las relaciones humanas, en definitiva, a nuestra
manera de estar en el mundo. Pero al decir esto no pretendo ser alarmista. Este cambio está ahí, pero no tiene por qué ser nocivo, ni brusco, ni traumático.
En este sentido, ahora que los dos vamos de vuelta a casa, me gustaría discrepar de don Quijote cuando afirma que no hay pájaros en los nidos de antaño. Sí que los hay, pero son otros pájaros.
(…) Y aquí termino, repitiendo lo que dije al principio. Que recojo este premio con profunda gratitud y alegría, y que seguiré siendo el que siempre he sido: Eduardo Mendoza: de profesión, sus labores.
(Merece la pena leer el discurso completo)